miércoles, 18 de diciembre de 2013

La cultura de la impaciencia

Nos ponemos nerviosos cuando el camarero tarda más de diez minutos en servirnos la comida, cuando la cola avanza demasiado despacio y cuando la persona que nos gusta tarda más de la cuenta en contestarnos por WhatsApp; queremos todo demasiado rápido: nos enamoramos en dos semanas y nos desenamoramos en una. Pase lo que pase la vida de los demás siempre parecerá más interesante que la nuestra y en vez de alegrarnos, caeremos en la envidia barata y ansiaremos a toda costa que nos pase algo que contar. 

En vez de vivir el momento tratamos de engullirlo como si de un Bic Mac se tratase y para cuando te limpias el Ketchup de la boca, quieres un helado. Te sacías pero a la hora, tienes más hambre. Los pantalones se te rompen y en vez de zurcirlos, compras unos nuevos. En la sociedad del consumo todo pasa demasiado rápido para saborearlo: los turistas se detienen ante el David de Miguel Ángel durante unos segundos porque quieren salir de una vez del museo a comer espaguetis y en Coliseo Romano ¡Qué calor! Menos mal que la visita duró poco. 


Siempre corriendo y con prisas ¿Es que no nos paramos?


Queremos que todo salga bien a la primera, ganar un buen sueldo nada más salir de la Universidad, tener un coche caro y encontrar al amor de nuestra vida con solo chasquear los dedos. Cada vez nos olvidamos menos de la palabra ESPERAR y, sobre todo en estos ejemplos, TRABAJAR y ESFORZARSE. Viajero no es el que se ha visto la ciudad en un día, enamorarse no es lo mismo que amar y para poder ganarte los cuartos hay que haber servido unos cuantos cafés (no necesariamente de vainilla).

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